miércoles, 10 de agosto de 2011

Terrorismo de Estado y manicomio

La extracción de la verdad

Un hombre internado en un manicomio, que había sido víctima del terrorismo de Estado durante la última dictadura, dio testimonio en un juicio por crímenes de lesa humanidad. Después, volvió al manicomio. Su historia presenta la conjunción y, quizá, la articulación entre los dos infiernos.

 Por Fabiana Rousseaux *

Jesús tiene 50 años. En 1976 fue secuestrado, cuando tenía “16 años y medio”, de acuerdo con su implacable memoria. Pasó por la comisaría de Escobar, dirigida por Luis Patti, donde fue torturado, junto con su referente político Gastón Goncalves y otros compañeros de la Juventud Peronista. Después, fue expulsado del país.

En su exilio, intentó rearmar algo de la vida que el terrorismo de Estado le había resquebrajado, (des)instalándose en otro país. Logró constituir una familia. Pero dejar atrás las marcas no es sencillo. En un viaje a la Argentina, el espanto se le impuso nuevamente y cometió un delito. Fue detenido y, a partir de entonces, su vida transcurre en la unidad penal de un hospital neuropsiquiátrico. Después de la muerte de su madre, quedó en el más rotundo olvido. El sabe que allí no habrá condena, pero que el encierro será para siempre.

Estuvo durante 18 años en la Unidad Penal 34, del Melchor Romero, y ahora, desde hace poco, en la Unidad 10, donde al menos, dice, puede “ver la ruta, con algún coche que pasa cada tanto, porque antes sólo se veía el paredón”.

Durante todos estos años en el penal del manicomio, cada vez que veía a Patti en la televisión se indignaba y contaba los vejámenes que éste había cometido contra él y sus compañeros. Dice que no entiende cómo pudo llegar a ser intendente, cómo intentó luego ocupar una banca de diputado. Dice que siempre soñó con hacerle un juicio a Patti, si alguna vez salía de ese lugar. Por supuesto, es la palabra de un loco: ni esas palabras ni las que hablen de su detención y las torturas sufridas a los 16 años y medio serán tomadas por ciertas en un lugar como ése, donde hay, en cambio, una respuesta generalizada y medicalizada para todos y para todo.

Jesús es el parresiastés, tal como lo define Michel Foucault (véase, por ejemplo, “Coraje de la verdad”, Página/12, sección Psicología, 3 de enero de 2011): alguien de un “decir veraz”, que dice lo que piensa, que está comprometido con su verdad. Jesús quizá lo es más que nadie, ya que sabe que nadie le creerá. Lanza su verdad a otros sin calcular los riesgos de hacerlo, o, más aún, calculándolos los asume, desde su sala de manicomio.

¿En qué memoria teórica debemos pararnos para dejar de dudar de las secuelas que los crímenes cometidos por el terror de Estado produjeron? La “inimputabilidad” de Jesús en nada niega la verdad de esos hechos, ni de sus relatos, mucho menos de sus consecuencias trágicas. Las marcas de la historia social que transitamos, tomen la forma que tomen, se alojen en una estructura psíquica o en otra, no pueden ser ignoradas.

Durante años a Jesús se lo dio por muerto, hasta que, a través del Ministerio de Interior, se lo logra ubicar: Otros sobrevivientes de Patti hablaban de él, pero las versiones eran muy variadas y desconcertantes: que estaba en otro país o que estaba muerto o que estaba preso. Lo cierto es que ningún compañero de militancia había logrado saber nunca nada sobre él, hasta que hace pocos meses lograron ubicarlo.

A partir de ello, Jesús fue propuesto como testigo en la causa que los hijos de Goncalves y Muniz Barreto, junto con la familia de los hermanos D’Amico, iniciaron contra Patti, Mignone, Riveros, Meneghini y Rodríguez. Los abogados querellantes de esa causa lograron dar con este testigo central para demostrar las torturas y desapariciones cometidas por el ex policía.

Jesús aceptó inmediatamente. Reconoció, con todos los detalles necesarios, a los responsables de tan aberrantes delitos. Hizo un uso de memoria que nadie podría comprender si no fuera porque se trata de un hombre que durante 18 años había estado sometido al olvido y a la indignidad de perder el valor de su palabra, convertido en un sujeto que no puede responsabilizarse ni de sus actos ni de sus dichos, ni de sus dolores, en un lugar donde cada demanda y cada opinión fueron acalladas: “El halopidol me dejaba duro y, a pesar de los terribles dolores que tenía, porque estaba mal del hígado, el médico me vio solamente una vez en un año y medio y nunca me daban analgésicos, así que aprendí a manejar el dolor”, relata.

Desde que empezó a recibir visitas de los abogados, los familiares de las víctimas y los compañeros, su lugar comenzó a ser interrogado por los habitantes de ese espacio penal-psiquiátrico. En una de las visitas se nos acercó un grupo de guardias del Servicio Penitenciario y empezaron a preguntarnos por su historia. Pareciera que todo el universo del penal en el manicomio se vio modificado por este nuevo hecho. La historia de Jesús, que había quedado encapsulada y forcluida durante casi dos décadas, comienza a rodar nuevamente, se descongela el tiempo, hay un antes-de-la-detención, previo a la cadencia idéntica a sí misma de la rutina penitenciaria en el manicomio, que se hace audible. Se anuda con el mundo exterior. Comienzan a circular los diarios allí adentro. Los noticieros adquieren otro estatuto. surgen las preguntas por él y su historia. El encierro ha experimentado una mínima, perceptible alteración.

Ahora sus compañeros de encierro preguntan qué le había pasado, están evidentemente impactados por eso que había sido denunciado tantas veces pero que sólo se hizo audible cuando el discurso jurídico entró en la institución total.

Manuel, hijo de Gastón Goncalves, dice que, cuando conoció a Jesús, lo que más lo impresionó fue su capacidad de entender de inmediato lo que le estaban proponiendo. Para alguien que desde hacía 11 años, a partir de la muerte de su madre, no recibía ninguna visita, no era sencillo pensar en un cambio de posición tan radical: convertirse en un sujeto con derechos, capaz de enfrentarse a un tribunal donde su palabra tendría valor, los jueces lo escucharían y sus compañeros de épocas de militancia estarían como testigos de su verdad, una verdad colectiva que, de tan dolorosa, se hace impensable. Jesús estaba allí enfrentando todo eso en un solo acto, sin avales subjetivos, sin garantías de lo que iba a sentir después de semejante acto cuando volviera, solo, a su realidad penalizada, apenas con su dolor acallado y los detalles de una memoria implacable. Jesús, el memorioso.

La defensa objetó su testimonio, como tantos otros, pero el tribunal hizo lugar a lo declarado por Jesús. Declaró esposado. Expresión radical y extrema de la paradójica condición de víctima-testigo del terrorismo de Estado e imputado de un delito común. Aun parándonos en el reverso, ¿su peligrosidad será mayor que la de Patti y sus colegas torturadores? Jesús asumió su lugar –al igual que tantas veces lo hizo durante estos largos años– como si se tratara de una clase magistral de dignidad dedicada a quien tres décadas atrás lo había torturado a pesar de sus 16 años y medio. Un asentimiento subjetivo incalculable, enigmático y profundamente ético. Ana Nuño, en su texto “El testigo entronizado, a pesar suyo”, en referencia a la relación entre la memoria subjetiva y el discurso histórico, advierte que los verdugos no dan testimonio, que siempre callan, porque sus actos están más allá de las palabras.

Cuando finalizó la declaración de Jesús, sus ex compañeros de militancia salieron a las escalinatas del Centro Cultural de José León Suárez, donde se desarrollaban las audiencias, y con el puño en alto se despidieron de él, que era trasladado nuevamente al penal en un vehículo del Servicio Penitenciario Federal. El instante de víctima del terrorismo de Estado había concluido, y con ello el valor subjetivante de su palabra. No fue poca cosa, en 18 años de encierro, ese instante.

El cruzó al otro lado del muro y volvió, pero ese cruce nunca es sin consecuencias, porque ya no se vuelve al mismo lugar. Reescribir un nombre no es poca cosa, cuando se está más acá de los márgenes del manicomio, cuando los surcos del rostro hablan del dolor, del abandono y de la tristeza. Pero también de la alegría de, por fin, haber sido rescatado del olvido. Haber sido dignificado, al ofrecer su palabra valiente. Haber hecho lugar a aquel sueño premonitorio de “hacerle un juicio a Patti”. Verlo preso, como él y todos esperábamos. Quizás esa haya sido la única oportunidad en que el muro que separa la “normalidad” de la locura permitió que, por un rato, Jesús lo atravesara. O quizá sea necesario que asumamos esta verdad colectiva y nos dejemos interpelar por los efectos de la trágica historia vivida. La verdad de Jesús es la historia de todos.

* Psicoanalista. Directora del Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.